La
tía Elsa es la hermana menor de mi abuela Lina. Jamás permitió que la
llamáramos tía abuela: “soy la tía del campo” decía ella, que fue quizás la
persona de temperamento más urbano en toda la familia.
Cuando
eso no se hacía, la tía Elsa se casó y se separó. Y se volvió a juntar y se
separó de nuevo. No tuvo hijos. Es gorda, comió siempre lo que quiso contra
toda sugerencia familiar o indicación médica. Fue duramente objetada y se la
bancó. No le importó, o sí, o no sé cómo fue: para cuando yo aparecí en la
escena familiar, ya nadie intentaba emprolijarle los modos.
Tuvo
una perra que amó, la Albóndiga. Le ponía diarios sobre la mesada de la cocina,
la apoyaba sobre los diarios, y la perra hacía pis y caca ahí, a demanda. Eso
rezaba la leyenda. Porque la tía sufrió tanto cuando la perra se murió que no
quiso tener nunca otro animal. Ni mis primos ni yo conocimos a la Albóndiga.
Tampoco a los ex de Elsa. Daba la impresión de que las cosas cruciales ya le
habían sucedido todas cuando empezó a oficiar de tía del campo.
Me dedicó tiempo. Cuando
iba pasar el día con ella, cada cosa estaba pensada a mi medida. Las formas de ese encuentro fueron muchas y variadas, pero en la época de
la que más me acuerdo, primero matábamos gente por la ventana con un magiclick,
después nos poníamos crema en todo el cuerpo y nos quedábamos tiradas abajo del
ventilador charlando, y al final salíamos: íbamos a un bar del centro donde ella
pedía pizza con moscato incluso si era la hora de la siesta. Yo flotaba en una
sensación un poco vertiginosa de libertad, en una idea vaga de que se le podía
pedir a la vida muchas cosas sin horario, con el solo norte de las ganas.
La
tía Elsa fue la primera en leerme un poema en voz alta. No sé cuál fue, sé que
era de García Lorca. Fue la primera en hacerme escuchar canciones de Dina Rot
que sonaban tan raras, tan fuera de todo lo conocido. En no pedirle a mi oído
que entendiera nada, en simplemente ofrecerle eso que estaba ahí y que ella
disfrutaba.
La
semana pasada Elsa cumplió 90 y quise ir a saludarla. Mandé un mensaje
preguntando la dirección exacta del lugar donde está ahora, pero la respuesta
se demoraba. Yo ya estaba por la zona y me acordaba del nombre de la calle, así
que me acerqué y en la tal calle había una residencia geriátrica. Toqué el
timbre, dije que iba a visitar a Elsa. Me abrieron y me llevaron hasta Elsa,
sí: otra, no mi tía. Tan contenta de verme. La visité un ratito. Hablamos del calor, de una palmera dudosa que se
veía a través de una ventana dudosa, ella habló de tenis. Después me fui.
Apenas
doblé por Rivadavia, apareció una segunda residencia geriátrica que llevaba el
nombre de la calle lateral. Entendí cuál había sido mi confusión, tomé aire y repetí
el procedimiento. Otra vez me dejaron entrar y otra vez me indicaron la mesa
donde estaba sentada Elsa… que tampoco en este caso era mi tía. La segunda Elsa
me abrazó. Me agarró la mano, me pidió que miráramos juntas la tele. Vimos
canal Volver. Cuando me fui pensé que todo ese enredo era el tipo de cosa que
le habría encantado a mi tía, siempre un poquito al borde del verosímil.
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regalos de la tía |
Hace
unos días, mientras empezábamos a desarmar con mi hermana el departamento donde
vivió Elsa, encontramos una foto de la Albóndiga sobre la mesada, parada arriba
de los diarios, mirando muy digna a la cámara.